Es todavía pronto para analizar el impacto económico que la crisis catalana va a tener tanto en esa comunidad autónoma como en el conjunto de España. La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal fue la primera que adelantó un posible impacto de 14.000 millones de euros, el Gobierno por su parte redujo las estimaciones del crecimiento del PIB en tres décimas, unos 3.300 millones. El dato más reciente es del Banco de España quien pronostica que el impacto podría ir desde ese 0,3 % hasta nada menos que un 2,5 % (casi 30.000 millones de euros).
El amplísimo intervalo en que se mueve el Banco de España es fruto de que la incertidumbre sigue aquí. Del resultado de las elecciones del 21 D dependerá que nos movamos en el lado más bajo de impacto o, por el contrario, la crisis se reanude con fuerza y reduzca sensiblemente o incluso paralice la recuperación española y genere recesión en Cataluña.
Sin duda una de las consecuencias más inmediatas de la crisis ha sido la salida de empresas de Cataluña. Salida que se produce por la necesidad de certidumbre y seguridad jurídica pero también empujada por los temores que los grandes fondos de inversión y de pensiones internacionales expusieron a las principales empresas catalanas después del 1 O.
Y ese es uno de los problemas que la salida de empresas evidencia: Cataluña ya no es fiable para el inversor internacional, y si no lo es Cataluña, tampoco lo será España en la medida de que la primera supone el 20 % de la segunda. No nos engañemos, la salida de empresas de Cataluña es malo para esa comunidad y para toda España, incluso para las comunidades receptoras.
La Comunidad Valenciana ha recibido muy pocas de esas empresas, pero dos de ellas son emblemáticas: Caixabank y Banco Sabadell. Con la primera de ellas en Valencia tenemos a menos de doscientos metros y sin bajar de la acera las sedes de dos de los principales bancos del país: Caixabank y Bankia.
¿Pero qué efectos positivos tiene para la comunidad receptora el cambio de sede de grandes empresas como las anteriores? A estas alturas ya todos saben que el impacto fiscal es muy reducido: el Impuesto sobre Sociedades es estatal y el IVA se reparte por criterios estadísticos de consumo, no por la situación de las sedes.
Podríamos decir que el impacto inmediato es casi irrelevante, al margen del impacto mediático y de imagen. Pero a medio plazo las cosas pueden ser diferentes.
El motivo es que el cambio de sede social no puede ser simplemente formal o registral, y ello porque la sede social no se puede establecer arbitrariamente. La sede debe estar, lo ordena la ley, en el lugar donde se halle la efectiva administración o dirección, o bien donde radique su principal establecimiento. Es más, según la misma ley, en el caso de que el domicilio registral no coincidiera con lo anterior un tercero podría considerar que el domicilio está donde debiera, y no donde conste registralmente.
Y esta es la clave de la cuestión. Caixabank, Sabadell y otras grandes o medianas empresas trasladadas deberán dotar de contenido real al domicilio registral, si quieren evitar incurrir en un fraude de ley.
Como dice Luis del Amo, secretario técnico del Registro de Asesores Fiscales del Consejo General de Economistas, “Las empresas que han trasladado su domicilio social irán poco a poco desplazando personal a su nueva sede, con el pago de impuestos que ello conlleva. La pérdida de ingresos se irá notando más a medio y largo plazo”.
Efectivamente, en un corto plazo de tiempo deberemos apreciar cambios en la dirección de estas empresas y movimientos de directivos y centros de decisión hacia Valencia, lo que se traducirá en ingresos fiscales, rentas e influencia. Quizás con estos movimientos Valencia vuelva a ser una plaza financiera relevante en España.
Pero la crisis está todavía lejos de cerrarse. Parece que el Gobierno ha acertado al adelantar al máximo las elecciones, para que este periodo de incertidumbre sea el más corto posible. Pero mientras dure ésta seguiremos con sus efectos: caída del turismo internacional, suspensión o incluso traslado a otros países de inversiones internacionales, ralentización de las propias, … en definitiva, desaceleración de nuestra salida de la crisis y de la imprescindible creación de empleo.
De lo que ocurra el 21 D dependerá que efectivamente el coste económico sea de un 0,3 % del PIB como dicen las hipótesis optimistas o sea la paralización de nuestra recuperación. Nos jugamos mucho.